El malestar
esencial es común a toda la humanidad. Puede ser mayor o menor en dependencia
de las circunstancias de la vida de cada persona, pero es algo que todos
llevamos dentro y todos tratamos constantemente de aliviar, cada uno a su modo.
Todos los intentos son inútiles, sin embargo. El malestar parece disminuir,
pero siempre regresa, y regresa acrecentado por nuestra propia resistencia.
Curiosamente,
aunque se trata de una experiencia compartida por todo el género humano,
solemos mantenerla oculta en la oscuridad de la inconsciencia. Después de todo,
nos enseñan que ser feliz es el objetivo último de nuestra existencia, de
manera que, si no lo somos, somos muy imperfectos. Esa imperfección es tan
dolorosa y nos hace sentir tan inseguros, que lo mejor es mantenerla fuera de
los límites de la conciencia.
La inconsciencia,
sin embargo, no garantiza la impunidad. Seguimos sintiéndonos mal
constantemente, por más que no sepamos las causas. Seguimos sintiéndonos mal,
por más que utilicemos las estrategias socialmente validadas para sentirnos
bien, como estudiar, trabajar, cuidar de nuestras familias, rezar o meditar.
También seguimos sintiéndonos mal luego que esas estrategias no bastan y acudimos
a las otras, las que además nos hacen sentir culpables, como beber, comer de
más, fumar o consumir drogas. Y finalmente seguimos sintiéndonos mal cuando nos
declaramos impotentes y nos lanzamos en los brazos de los psiquiatras, quienes
nos atiborran de pastillas antidepresivas y ansiolíticas...
La realidad
es que, hagamos lo que hagamos para eludirlo o combatirlo, el malestar esencial
nunca desaparece por completo y es la causa fundamental de muchos de los
problemas que aquejan a la sociedad humana.
Tal vez, en
lugar de tratar de eludirlo o combatirlo, deberíamos proponernos conocerlo un
poco mejor. Si vamos a convivir con él después de todo, lo mejor es saber muy
bien de qué se trata, cuáles son sus orígenes, cómo se alimenta, qué lo
refuerza y qué lo debilita. Para lograr esto, tenemos que disponernos a
observarlo detenidamente, con toda la paciencia, todo el amor y toda la
compasión posibles.
El monstruo de las mil cabezas
Lo primero
que debemos comprender es que el malestar esencial es un fenómeno
extraordinariamente complejo, que podemos diseccionar, pero no reducir a
ninguna de sus partes. Se trata de un monstruo de mil cabezas, todas capaces de
renacer si intentamos cortarlas. Se alimenta por todas y el alimento de una
sirve para hacer crecer a las demás.
El cuerpo
del monstruo es el dolor. Las cabezas, todo aquello que contribuye a
alimentarlo y hacerlo crecer. Hay cabezas en el pasado y cabezas en el futuro.
Las cabezas del pasado son, entre otras, los recuerdos de los desamores, los abandonos,
las pérdidas y las culpas. Las cabezas del futuro son los miedos, las preocupaciones,
las inseguridades y todo lo que podemos perder. Así cada cabeza del pasado
tiene una cabeza que le corresponde en el futuro y aparece cuando contemplamos
la posibilidad de que se repita la experiencia dolorosa.
Si
observamos detenidamente las cabezas del monstruo podemos descubrir que son
imaginarias. El cuerpo, el dolor, es real y podemos sentirlo perfectamente en
el presente. Sin embargo, las cabezas que lo alimentan sólo existen en nuestra
imaginación, son imágenes de experiencias dolorosas sucedidas o que tememos
puedan suceder. Estas imágenes pueden ser más o menos importantes, pero todas y
cada una de ellas contribuyen a sostener y alimentar el dolor que sentimos.
Aunque
muchos de los estímulos que alimentan a las cabezas ocurren en el presente, las
cabezas en sí sólo existen en el pasado y en el futuro. Por ejemplo, si una de
mis cabezas es la imagen del abandono, y alguien que quiero me abandona, este
estímulo va a alimentar esa cabeza, es decir, va a alimentar la imagen del
abandono que pertenece al pasado,
actualizándola y estableciendo una continuidad que le permite extenderse hacia
el futuro.
Debido a esto,
podemos concluir que la existencia del monstruo depende completamente del
tiempo horizontal y su consecuencia directa, la noción de continuidad.
El monstruo adolorido
Hay
circunstancias en las que el malestar esencial crece, se intensifica y pasa a
ocupar el primer plano de nuestra mente, creando crisis profundas de depresión
y/o ansiedad.
Debido a que el miedo es un
mecanismo de defensa, nuestra atención se dirige de manera preferencial a los
estímulos que pueden constituir un peligro. Esto sucede cada vez que
experimentamos un peligro real, pero también ante cualquier suceso que nos
recuerde –aunque sea remotamente- algo que nos causó y/o puede causarnos algún
dolor, es decir, ante cualquier estímulo que alimente a alguna de las cabezas
del monstruo adolorido... y cuando
alguna de las cabezas se alimenta, todo el monstruo se activa. Es por eso que a
veces nos sentimos tan mal sin que haya pasado nada importante. Una imagen de
una película, una melodía al pasar, un rostro, un comentario, cualquier cosa
que nos recuerde una experiencia dolorosa, es capaz de activar la cabeza
correspondiente y hacer que todo el monstruo cobre vida en nuestro interior.
Sucede porque el suceso es apenas el estímulo inicial. Una vez que el monstruo
del dolor se despierta, todas sus cabezas (los recuerdos y los miedos
asociados) entran en funcionamiento, reforzándose unos a las otros y buscando
frenéticamente más alimento.
En apenas
unos segundos el monstruo crece y se apodera de todo nuestro espacio mental. Su
energía es muy intensa y llega a manifestarse físicamente, frecuentemente con
una sensación de malestar en el plexo solar que irradia hacia el estómago y
toda la zona que se encuentra entre el pecho y la espalda, llegando a los
brazos y afectando incluso nuestra respiración... y todo esto sucede de manera
inconsciente, sin que tengamos tiempo de comprender las razones ni la más
mínima oportunidad de detener el proceso.
Cuando nos
percatamos ya es muy tarde. El malestar esencial se ha convertido en una ola de
emociones que nos ahoga y no atinamos a hacer otra cosa que resistirnos con
todas nuestras fuerzas a aceptarla...
El papel de la resistencia
Todo dolor
emocional es producto del conflicto y la resistencia que establecemos
constantemente con las cosas que no nos gustan o no son como creemos que
deberían ser. Lo hacemos inconscientemente, en parte por instinto, pero más que
todo por el condicionamiento social que hemos recibido.
El malestar
esencial, o el monstruo de las mil cabezas, es resultado de todo este conflicto
y se alimenta de él cada vez que puede, muy en particular cuando resistimos y
entramos en conflicto con el propio malestar.
Sucede
porque las resistencias y conflictos más dolorosos son aquellos que
establecemos con nosotros mismos. Nos sentimos imperfectos e incapaces, lo que
alimenta las enormes cabezas de la imperfección, la incapacidad, la inseguridad
y el desamor. Con ellas, el malestar esencial crece hasta inundarnos y cegarnos
por completo. La resistencia es tan fuerte que quedamos exhaustos y
completamente a merced de un monstruo al que nunca podremos vencer de ese modo,
precisamente porque al combatirlo, lo alimentamos.
En realidad
nos encontramos en una situación muy difícil. Llevamos un monstruo adentro que
nos destroza la existencia y al que no podemos vencer ni controlar por la
fuerza como quisiéramos. Ante nosotros se extienden dos caminos, uno es seguir
así, combatiéndolo inútilmente, haciéndolo crecer y quedando a merced de sus
enojos... Ese es el camino del menor esfuerzo, pero ya sabemos que nos conduce
al abismo. El otro es hacer lo que nunca hemos hecho, esto es, aceptarlo,
observarlo y aprender a domesticarlo.
La aceptación
Es muy
difícil aceptar lo que no nos gusta, más todavía si es algo que tememos y nos
duele. Sin embargo, no nos queda otro remedio que aprender a hacerlo si no
queremos sentirnos cada vez peor.
Creo que la
humanidad se ahorraría muchas enfermedades mentales si se enseñara a los niños
que el dolor y la incomodidad son parte inseparable de la vida... pero se nos
enseña justamente lo contrario, de manera que crecemos pensando que el dolor y
la incomodidad son experiencias terribles que debemos resistir y combatir por
todos los medios a nuestro alcance.
Así nos
convertimos en individuos con un nivel muy bajo de transigencia para la
incomodidad y el dolor, tanto físicos como emocionales. Es precisamente esa
intransigencia ante el dolor la que crea el malestar esencial, lo alimenta y lo
vuelve un monstruo de mil cabezas, en un proceso complejo que se extiende a lo
largo de toda nuestra vida.
La
aceptación comienza cuando experimentamos y comprendemos a cabalidad no sólo lo
inútil, sino lo perjudicial de toda resistencia. Resulta muy difícil,
precisamente porque estamos condicionados a resistir todo lo que no nos gusta o
creemos que no es bueno, que no es como debe ser. La realidad, sin embargo,
suele mostrarnos muy claramente que todo es como es, independientemente de
todas nuestras resistencias.
De manera que poco a poco, golpe tras golpe,
frustración tras frustración, comenzamos a descubrir la llamita del amor y la
aceptación brillando en lo más profundo y oscuro del dolor que sentimos.
La luz de
la aceptación nos muestra la realidad de forma más completa y abarcadora. No se
trata de una resignación al dolor, sino de una comprensión profunda, una
certeza incontrovertible de que todo es como es y está bien, todo tiene una
razón y un sentido más allá de lo que la razón puede alcanzar y, en
consecuencia, no es posible ni necesario hacer nada para cambiar las cosas. La
resistencia cesa y se abre una dimensión muy amplia y clara, que es la
dimensión del amor y la compasión.
En esta
dimensión, el monstruo no desaparece de inmediato, pero cuando cesamos de
resistirlo, lo aceptamos y comenzamos a descubrir todos sus matices, se vuelve
mucho más pequeño y dócil de lo que pensábamos.
La domesticación
Nuestro
monstruo de mil cabezas es perfectamente domesticable si tenemos en cuenta las
siguientes leyes universales:
1. LA LEY DE LA ACEPTACIÓN:
La resistencia lo encoleriza y hace crecer, mientras que la aceptación
lo tranquiliza.
2. LA LEY DEL TIEMPO:
Sus mil cabezas sólo existen en el tiempo horizontal, es decir en el
antes, el después y la continuidad.
3. LA LEY DEL AMOR:
Nuestros instrumentos fundamentales para domesticarlo son la atención,
la transigencia, la compasión y el amor.
En
realidad, estas leyes o principios universales están estrechamente relacionados
entre sí y actúan al unísono, pero los separamos para comprenderlos mejor.
Veamos la aplicación de cada uno en la práctica.
LA LEY DE LA ACEPTACIÓN
Hay un
refrán que dice que todo lo que se resiste, persiste. Es algo que entendemos
bastante fácilmente al nivel intelectual, pero que cuesta mucho llevar a la
práctica, en particular con las cosas que tememos, nos agreden y nos duelen.
La
resistencia al dolor real es un mecanismo de defensa natural, que va a ocurrir
siempre. Sin embargo, esta resistencia comienza a convertirse en un problema
cuando el origen del dolor no es real sino imaginario, es decir, cuando se
trata de un recuerdo doloroso o la preocupación por algo doloroso que puede
ocurrir en el futuro.
El problema con las imágenes del dolor es que, a
diferencia del suceso real, no desaparecen, siempre están disponibles, listas
para acudir a alimentarse de cualquier estímulo que las evoque. Tristemente, nuestro inconsciente es incapaz
de distinguir la diferencia entre una amenaza real y una imaginaria, de manera
que reacciona ante ambas con el mismo miedo y el mismo dolor.
En nuestra
metáfora del monstruo, las imágenes del dolor, es decir, los recuerdos y
preocupaciones dolorosos, son las cabezas, siempre alertas y dispuestas a
alimentarse de cualquier cosa que las evoque.
Por
ejemplo, digamos que los padres de Ana eran personas muy ocupadas, que nunca
tenían tiempo para atenderla e incluso reprimían sus intentos de acercarse a
ellos y llamar su atención. En este caso, que es bastante frecuente, el
monstruo de Ana va a tener una enorme cabeza formada por el recuerdo de esas
experiencias dolorosas de su infancia, lista para alimentarse de cualquier
detalle que se relacione con esos recuerdos, como puede ser que alguien no
devuelva su saludo o no responda al teléfono cuando ella llama.
Cualquiera de
estos estímulos va a ser suficiente para que el monstruo despierte y se apodere
de toda la mente, generando emociones extraordinariamente dolorosas que parecen
inexplicables dada la poca importancia del suceso.
Es aquí
donde la resistencia entra en juego. El juez interno de Ana, al que llamaremos
Doña Ana, evalúa racionalmente el dolor y decide que está totalmente
injustificado. Esto implica que Ana es una estúpida que se deja llevar por sus
emociones al menor pretexto, lo que no debería ser, porque perjudica sus
relaciones familiares y de trabajo... Este juicio interno hace que Ana, en
efecto, sienta que es una estúpida incapaz de controlar sus emociones, lo que
“justifica” que los demás no le presten atención ni le den importancia... En
otras palabras, el juicio interno o resistencia, brinda aún más alimento a la
cabeza del monstruo y hace que Ana se sienta mucho peor.
Veamos otro
ejemplo, en este caso el de Enrique, un hombre que perdió a sus padres en un
accidente automovilístico cuando era niño, lo que le provocó un enorme dolor y
una sensación muy profunda de miedo e inseguridad. Esto hace que su monstruo
tenga una cabeza enorme formada por el recuerdo de esa pérdida, lista para
alimentarse de cualquier cosa que se la evoque. Así basta que suene su teléfono
para hacerle pensar que ha pasado algo terrible con su esposa o sus hijos. Enrique
es un hombre mayor y cree que esta reacción emocional está totalmente
injustificada, de manera que su juez interno, Don Enrique, dictamina que eso no
es cosa de hombres y lo censura fuertemente, lo que evoca otra cabeza del
monstruo, en este caso la que se formó cuando su padre adoptivo, un hombre
malhumorado y violento, lo castigaba y hasta golpeaba injustamente al menor
pretexto. Esta interacción entre las dos cabezas hace que Enrique se sienta
cada vez peor.
Los
ejemplos pueden ser infinitos y cada persona tiene los suyos. En todos puede
verse claramente cómo la resistencia y los juicios hacen que el monstruo del
dolor crezca y se apodere de todo el espacio mental, sin que los razonamientos
sirvan para otra cosa que para alimentarlo aún más. Esto nos muestra que la
única estrategia válida cuando lo sentimos crecer, es optar conscientemente por
la no resistencia.
En otras
palabras, la no resistencia es una actitud
que podemos asumir conscientemente y es la única capaz de detener y neutralizar
nuestras reacciones inconscientes.
En el
ejemplo de Ana, es necesario sacar a la luz de la conciencia la cabeza de su
monstruo relacionada con su insignificancia para las otras personas y entender
con claridad cuáles son sus alimentos preferidos, así como las consecuencias de
resistirlo. El ejercicio de la conciencia hace posible que Ana comprenda que no
es su culpa sentirse mal ante determinados estímulos y sea capaz de observar
sus reacciones inconscientes sin juzgarlas, condenarlas, ni resistirlas
ciegamente.
Así, la
próxima vez que alguien no conteste cuando ella llama por teléfono y el
malestar emerja, Ana será capaz de comprender que se trata de un
condicionamiento inconsciente creado en su infancia, y que la mejor estrategia
es aceptarlo y observarlo conscientemente con mucha compasión, es decir, no
juzgarlo ni resistirlo. Al hacer esto, el monstruo no va a poder crecer. Ana
todavía va a sentir el malestar original, pero ese malestar va a pasar en pocos
minutos, diluyéndose en la conciencia.
LA LEY DEL TIEMPO
Las mil
cabezas del monstruo sólo existen en el tiempo horizontal, es decir en el
antes, el después y la continuidad, e igual podemos afirmar que la resistencia
que lo hace crecer sólo es posible cuando imaginamos su permanencia, es decir
su continuidad temporal. De aquí podemos deducir que la mejor manera de hacer
que el monstruo se tranquilice y hasta desaparezca, es aprender a enfocar
conscientemente nuestra atención en el presente.
La atención
al presente funciona de dos maneras, como preventivo y como tratamiento del
malestar emocional. Como preventivo, si nos acostumbramos a mantener nuestra
atención conscientemente enfocada en la realidad presente, entramos en una
dimensión energética más sutil, donde el monstruo se disuelve con todas sus
cabezas. Como tratamiento, podemos decidir atender conscientemente al presente
siempre que comencemos a sentirnos mal emocionalmente, independientemente de
las causas.
Una estrategia efectiva consiste en atender precisamente al malestar
observando sus manifestaciones físicas. También es útil atender a la
respiración, al entorno, a una pieza musical, o cualquier otra cosa que ocurra
en el presente.
El
principal obstáculo para lograr esto es el impulso inconsciente de enfocarnos
precisamente en la imagen de lo que tememos, nos duele o nos molesta. Se trata
del monstruo tratando de alimentarse y es un impulso realmente fuerte, capaz de
apoderarse de toda nuestra atención. Cuando esto ocurre, solo hay que
reconocerlo con mucha compasión y pacientemente volver a dirigir la atención
hacia el objeto que hayamos elegido. Se trata de un ejercicio de persistencia,
pero que vale la pena realizar, ya que es el único capaz de librarnos de la
tiranía del monstruo.
LA LEY DEL AMOR
Las dos
leyes anteriores pueden incluirse dentro de esta. El amor es la dimensión mayor
de nuestro ser, capaz de abarcar todo lo demás. Es por ello que, si queremos
domesticar a nuestro monstruo, es fundamental llenarnos de amor, es decir, de
paciencia, atención, transigencia, conciencia y compasión incondicionales e ilimitados.
Es difícil
porque, por amorosos que seamos con los demás, estamos condicionados
socialmente para ser muy intransigentes, impacientes y hasta coléricos con
nosotros mismos, lo que nos llena de resistencias y conflictos internos que
contribuyen a alimentar y hacer crecer al monstruo y sus cabezas.
Debido a
esto, resulta muy importante comenzar por observar cómo reaccionamos ante
nuestro malestar emocional y proponernos conscientemente hacerlo con mucha
compasión y paciencia, para evitar el círculo vicioso de la resistencia a la
resistencia, en el que suelen caer muchas personas con las mejores intenciones.
Lamentablemente, la resistencia a la resistencia solo genera más dolor, por lo
que es
esencial detener de inmediato toda resistencia y comenzar a aceptar con mucho amor TODO
lo que sucede en nuestra mente.
No se trata
de resistir la resistencia, sino simplemente de dejar de ejercerla, enfocándonos
en la aceptación y renunciando a la idea de que deberíamos cesar de resistirpara
sentirnos mejor. El objetivo de esta idea solo es posible en el futuro, de
manera que si nos enfocamos en la aceptación del presente, cesa su razón de ser
y desaparece.
La ley del
amor es, simplemente, la ley de la no resistencia, y es el principio
fundamental para domesticar, reducir y finalmente disolver al monstruo de las
mil cabezas.
Manos a la obra...
De nada
vale comprender todo esto si no somos capaces de ponerlo en práctica, por eso
voy a intentar explicar los pasos que necesitamos dar para lograr domesticar a
nuestro monstruo.
Trataré de brindar
la mayor cantidad de detalles y ejemplos posibles, pero es importante
comprender que cada persona es diferente a las demás y no es posible abarcar
todas las posibilidades, por lo que es esencial que cada uno experimente con su propio monstrico.
Los pasos o
fases de la domesticación, de manera general, son:
1. Reconocimiento
2. Aceptación
3. Entrenamiento
4. Neutralización
5. Repetir todo cada vez que sea
necesario, empezando desde el principio
Veamos los
detalles.
Reconocimiento
El
reconocimiento es la etapa o fase fundamental de la domesticación. Se trata de
conocer a fondo a nuestro monstruo y familiarizarnos con él. Ciertamente, ha
convivido con nosotros durante toda nuestra vida, pero siempre nos hemos negado
a mirarlo detenidamente. Más bien, nos hemos limitado a sentir el dolor de sus
mordidas e intentar ahuyentarlo por todos los medios posibles.
Sin embargo,
ya sabemos que esto no nos ha traído buenos resultados, de manera que ahora
vamos a comenzar a hacer justamente lo contrario.
Curiosamente,
cuando nos proponemos conocer al monstruo, este tiende a sumergirse y
desaparecer, de manera que nos veremos obligados a usar nuestro amplio archivo
de memorias dolorosas como carnada para que asome sus cabezas.
Nuestra
amiga Ana, por ejemplo, va a tratar de recordar la mayor cantidad de sucesos
posibles en los que sintió que era una persona insignificante, sin valor alguno
para los demás, comenzando en su más temprana infancia. Es importante que lo
haga por escrito y con la mayor cantidad de detalles posibles.
Veamos lo
primero que escribe Ana:
Cuando era pequeña, mi madre era la persona más importante para mí. Yo la
admiraba y quería muchísimo y no soportaba estar lejos de ella, sin embargo,
muchas veces sentía que mi presencia la molestaba, por ejemplo, si a la hora de
dormir yo no tenía sueño, ella se encolerizaba y me trataba bastante mal. Lo
mismo sucedía cada vez que contrariaba su voluntad de alguna forma.
Este
párrafo, aunque está bien escrito y explica el problema, no resulta muy útil a
los efectos de conocer al monstruo. Es necesario ir a los sucesos particulares
y recolectar la mayor cantidad de detalles posibles. Veamos el segundo intento
de Ana:
Una vez, cuando yo tenía tres años, mi mamá me estaba meciendo y
cantando para dormir. A mí me gustaba mucho que me meciera y me cantara, pero
no tenía ningún sueño. En cambio, ella estaba cansada y se quedaba dormida. Yo
la despertaba para que siguiera cantando, hasta que, inexplicablemente para mí
en aquellos momentos, se enfureció muchísimo, me sacudió, me dio dos nalgadas y
me tiró en mi cama, gritándome que era una malcriada insoportable y que no podía más conmigo... Yo sentí
muchísimo miedo y lloré, pero entonces volvió a gritarme y amenazarme para que
me callara y me quedara quieta. Fue muy doloroso y aún hoy me angustia mucho
recordarlo.
Es fácil
ver la diferencia entre ambos párrafos. En el segundo, con más detalles,
aparece la cabeza del monstruo adolorido, esa que no va a abandonar a Ana por
el resto de su vida.
La
infancia, por lo general, está llena de sucesos dolorosos. Cuando somos niños
no entendemos mucho del mundo de los adultos, sus deseos, miedos y
expectativas, de manera que chocamos con ellos constantemente, recibiendo
muchos regaños y castigos injustos y dolorosos.
Las variables de esta situación
general están determinadas, por una parte, por el nivel de conciencia, amor y
dedicación de la familia y, por la otra, por el grado de sensibilidad del niño.
Mientras mayor sea la sensibilidad, más y mayores serán las cabezas
resultantes. Mientras más conciencia, amor y dedicación de la familia, las
cabezas serán menos y menores. Cuando se conjugan una alta sensibilidad y un
bajo grado de conciencia de la familia, el resultado suele ser un monstruo
enorme, con grandes y voraces cabezas, siempre alertas y listas para
alimentarse de cada detalle de la vida cotidiana.
Volviendo a
Ana, los sucesos dolorosos de su infancia fueron muchos, de manera que la
cabeza que hemos visto nacer no es la única. Sin embargo vamos a concentrarnos
en ella para entender un poco mejor su naturaleza y comportamiento.
Al observar
con detenimiento esta cabeza del monstruo de Ana, podemos descubrir que no se trata
de una cabeza simple, formada por una imagen plana, fácilmente identificable,
sino que estamos frente a un fenómeno bastante complejo donde se superponen e
interactúan varias imágenes dolorosas:
-- La
súbita transformación de la madre, de un ser paciente y amoroso a un ser
colérico, agresivo y detestable, lo que implica la pérdida inmediata e
imprevista del afecto, el bienestar y la seguridad asociados a ella. Emociones
asociadas: terror, inseguridad, desamor, desamparo, desconfianza, pérdida, etc.
-- La
transformación de la imagen personal inconsciente, de una niña amada, respetada
y protegida, a una niña agredida, violentamente despojada de su dimensión, valor
y respeto como ser humano. Emociones asociadas: miedo, inseguridad, desamor,
desconfianza, insignificancia, culpabilidad, vergüenza, etc.
-- La
transformación de la imagen del llanto, que es el único recurso que los niños
cuentan para comunicar sus sentimientos, en un recurso no solo completamente
inútil, sino capaz de atraer más agresión y violencia. Emociones asociadas: miedo, incapacidad,
incomunicación, soledad, culpabilidad, vergüenza, etc.
-- Surgimiento
de las imágenes de todas estas emociones dolorosas como vergonzosas y
castigables. Emociones asociadas: culpabilidad, vergüenza,
impotencia, miedo, etc.
No sé si
algo queda afuera, pero creo que basta el retrato que hemos esbozado para
comprender la complejidad y profundidad de esta cabeza, capaz de alimentarse en
el futuro de cualquier estímulo que pueda asociarse con sus imágenes, muy en
especial aquellos surgidos de la interacción de Ana con otras personas
importantes en su vida. En lo adelante, bastará, por ejemplo, que alguien se
encolerice, la critique o la rechace de algún modo, para que Ana se llene del
mismo terror que sintió a los tres años frente a la cólera de su madre, unido a
las restantes emociones asociadas, como el dolor, la incapacidad, la
incomunicación, la culpabilidad, etc.
Tristemente,
muchas personas inconscientes no sólo alimentan, sino que explotan a su favor
al monstruo de los demás con el fin de neutralizarlos y obligarlos a doblegarse
ante su voluntad.
Además,
como el monstruo de las mil cabezas es algo que todos llevamos dentro y los
métodos de educación infantil no difieren mucho entre las familias y las
escuelas, podemos decir que tenemos cabezas lo suficientemente comunes para
garantizar que el monstruo sirva de instrumento de manipulación y control
social, lo que multiplica hasta el infinito la cantidad de estímulos que le
sirven de alimento.
Las cabezas
de nuestros monstruos, aunque diferentes para cada persona, suelen hallarse
agrupadas en cuatro categorías fundamentales profundamente relacionadas entre
sí:
-- Las
imágenes de peligro, soledad, abandono e inseguridad, tanto físicos como emocionales
-- Las
imágenes de insignificancia, incomunicación e impotencia
-- Las
imágenes de enfermedad, dolor físico, deformidad, incapacidad, vejez y muerte,
tanto propias como de nuestros seres queridos
-- Las
imágenes de pérdidas, tanto materiales como afectivas
A partir de
aquí, cada quién puede identificar las suyas. Es importante hacer esto con
mucha paciencia y persistencia, ya que por lo general las cabezas se niegan a
ser observadas e identificadas. Es importante también escribir nuestros
descubrimientos a fin de volver a ellos cada vez que sea necesario.
Aceptación
Después del
reconocimiento, es decir, una vez que tenemos una idea bastante precisa de las
cabezas que alimentan a nuestro monstruo y los estímulos que las movilizan,
tenemos que darnos a la tarea de aceptarlas y hacer las paces con ellas. Tarea
difícil, ya que las resistimos mucho y esa resistencia se origina en los
mecanismos de defensa de nuestro subconsciente.
A
continuación voy a relacionar las principales creencias que obstaculizan la
aceptación. Por supuesto que algunas de ellas son completamente inconscientes,
pero es necesario sacarlas a la luz.
1. Creemos que es nuestra culpa
Como hemos visto, la culpabilidad es uno de los sentimientos principales
que integran el cuerpo del monstruo y creemos que nos sentimos culpables porque
somos culpables. Somos culpables de “portarnos mal”, de ser imperfectos, de ser
“demasiado susceptibles”, de estar tristes, de estar ansiosos, de tener miedo,
de necesitar a los demás y, encima, somos culpables de sentirnos culpables. Todo esto
es muy falso. La realidad es que no es nuestra culpa y nunca lo fue. Nuestras
emociones surgen inconscientemente a partir de estímulos que se encuentran
completamente fuera de nuestro control y es muy injusto que los demás, en
particular nuestros padres, familiares y maestros, nos hagan pensar lo
contrario.
2. Creemos que es culpa de los demás
Uno de los mecanismos de defensa más efectivos es proyectar sobre los
demás la culpa que sentimos. Pero no, tampoco es culpa de los demás, ya que
ellos actúan tan inconscientemente como nosotros, incluidos todos aquellos que
nos chantajean emocionalmente, nos agreden, nos ignoran o nos rechazan.
3. Creemos que resistirnos al dolor es
una forma de hacerlo desaparecer
Esta es una creencia tan difundida como falsa. El dolor no solo
permanece, sino que crece con la resistencia, ya que la resistencia es rechazo
y el rechazo lo alimenta.
4. Creemos que aceptar el dolor es
renunciar a sentirnos bien
Esta es otra creencia muy difundida y muy falsa. El origen de todo
malestar emocional se encuentra en la resistencia más o menos inconsciente que
hacemos a todo lo que nos duele, por lo tanto, si aspiramos a sentirnos bien,
lo primero que necesitamos hacer es detener la resistencia y buscar el modo de
aceptar el dolor.
5. Creemos en la posibilidad de una
situación “mejor” en el futuro
Esta creencia es particularmente difícil de disolver, ya que es parte de
los cimientos mismos de nuestra educación social y nos aferramos a ella con
todas nuestras fuerzas. Sin embargo, también es falsa. No conocemos el futuro,
simplemente porque no es posible. El futuro sólo existe en nuestra imaginación,
sólo es un conjunto de imágenes que utilizamos para tratar de huir de la realidad
presente.
Lo que sucede es que, cuando colocamos la posibilidad de una situación
“mejor” en el futuro, la realidad presente no sólo no se anula, sino se
convierte en algo dolorosamente insoportable, es decir, en algo inaceptable.
Una vez que
comprendemos la falsedad y nocividad de todas estas creencias podemos comenzar
a observar nuestra realidad presente de forma más objetiva, con una amplitud de
conciencia mayor, capaz de abarcarla, incluirla y aceptarla.
Cuando
observamos detenidamente a nuestro monstruo, sin rechazarlo y sin intentar huir
de él, es decir, cuando aceptamos su presencia y lo observamos con compasión y
amor, inmediatamente se empequeñece y debilita hasta prácticamente desaparecer.
El mítico recurso de las distracciones
Desde niños
adquirimos el hábito de acudir a todo tipo de distracciones para olvidar el
dolor. Es un recurso instintivo que forma parte de la resistencia natural a
todo lo que nos duele o incomoda y que siempre, o casi siempre, funciona
bastante bien, al menos en un principio.
Sin
embargo, como todo recurso para aliviar el dolor, las distracciones no sólo son
adictivas, sino que pierden su efecto con el tiempo, lo que hace que
necesitemos siempre más y nuevas distracciones para mantenernos anestesiados,
hasta llegar el momento en el que nada nos satisface lo suficiente.
El otro
gran problema de las distracciones es que contribuyen a profundizar la
inconsciencia. Mientras estamos entretenidos, el monstruo se encuentra en un
estado de latencia, listo para saltar al menor estímulo y, de hecho, salta de
inmediato una vez que la distracción cesa, fundamentalmente debido a que
volvemos a recordar nuestros problemas y preocupaciones.
Las
distracciones, además, crean una nueva fuente de incomodidad cuando nos faltan:
el aburrimiento. El aburrimiento puede ser extraordinariamente incómodo y
aparece cuando las distracciones que tenemos a mano nos cansan y dejan de ser
efectivas y sentimos la urgencia de hallar algo nuevo que cumpla la función de
distraernos y anestesiarnos. Esta urgencia es muy estresante, produce ansiedad
y abre la puerta a otros tipos de adicciones cuando ya ningún “entretenimiento” no
resulta suficiente.
Por todo lo
anterior podemos concluir que, pese a tratarse de un recurso relativamente
sencillo y aprobado socialmente para manejar a nuestro monstruo, las
distracciones suelen ser más perjudiciales que beneficiosas a los efectos de
disminuirlo y disolverlo a largo plazo.
Entrenamiento
En
realidad, cuando lo aceptamos y observamos, podemos descubrir que el monstruo
es como un cachorrito salvaje al que, a base de mucha paciencia y persistencia,
podemos entrenar para que se tranquilice y desaparezca cuando se lo ordenamos.
Esto es
posible debido a que el monstruo sólo puede respirar al nivel subconsciente,
donde se alimenta de las imágenes almacenadas del pasado y el futuro, y de
donde sale sólo cuando la realidad le ofrece algún estímulo que se relacione
con esas imágenes. De manera que siempre es posible utilizar nuestra atención
consciente para permitirle o no alimentarse y respirar.
Sin
embargo, aunque usamos nuestra atención de forma bastante consciente para
trabajar, estudiar, o resolver problemas de la vida cotidiana, estamos
condicionados para permitir que la atención actúe inconscientemente todo el
resto del tiempo. Si la observamos, descubriremos con asombro que acostumbra a
recrearse en todo lo que no nos gusta, tememos, o nos causa dolor, ya sean
recuerdos, preocupaciones, o simples sucesos y detalles de la realidad que percibimos.
Esta costumbre es la que permite que el monstruo no solo respire y se alimente
con entera libertad, sino que se crezca, se encolerice y acabe con toda nuestra
paz y bienestar al menor pretexto.
De manera
que el entrenamiento del monstruo en realidad consiste en el entrenamiento de
nuestra atención consciente para mantenerla enfocada en la una zona de seguridad, es decir, fuera de
las zonas de alimentación del monstruo.
Como ya
hemos visto, las zonas de alimentación del monstruo son:
-- Nuestro
subconsciente, con todas las imágenes dolorosas que almacenamos ahí, tanto del
pasado como del futuro
-- Los
sucesos y detalles de la realidad que percibimos que no nos gustan, nos
incomodan, nos molestan, no responden a como creemos que deben ser y/o evocan
de alguna forma las imágenes dolorosas de nuestro subconsciente, es decir, todo
lo que resistimos.
De manera
que la zona de seguridad sería simplemente la conciencia, es decir todo aquello
que decidimos atender y aceptar conscientemente, en particular el presente.
Mantener la atención en la zona de seguridad
garantiza que el monstruo esté bajo control. Es importante comprobar esto en la
práctica, tantas veces como sea posible, a fin de crear las huellas mentales
necesarias para volver a la zona de seguridad cada vez que lo necesitemos.
Cuando el
monstruo se tranquiliza lo suficiente, tiende a permanecer tranquilo. De ahí la
importancia de la meditación como práctica sostenida de la atención en el
presente. Es posible practicar la atención consciente aun cuando no meditemos
formalmente, pero resulta difícil recordarlo en medio de la vorágine de la vida
cotidiana. La meditación no es otra cosa que un entrenamiento de la atención
consciente y como tal, practicarla es nuestra mayor garantía para tranquilizar
y disolver a nuestro monstruo.
No se trata
de algo difícil. Lamentablemente, se han creado tantos deberes ser, normas y
hasta métodos alrededor de la meditación que la han convertido en algo que tememos,
una tarea engorrosa que nos roba el tiempo que necesitamos para hacer otras
cosas que creemos más necesarias o agradables. Sin embargo, meditar en realidad
no tiene nada que ver con todo eso. Meditar es estar en paz, es la práctica que
nos permite poner a dormir al monstruo a voluntad, mediante el uso consciente
de nuestra atención.
Podemos
meditar en cualquier momento y en cualquier lugar. Basta tomar las riendas de
nuestra atención y llevarla al presente, ya sea enfocándola en la respiración,
en las sensaciones corporales, en los sonidos, en un objeto específico, un
olor, una melodía musical, o los detalles de lo que hacemos. Podemos usar una
imagen mental y/o una palabra que nos produzca tranquilidad. También es útil
dedicar un tiempo y un lugar específicos para crearnos el hábito de meditar. Lo
importante es crear este hábito, que no
es otro que el hábito de estar conscientes y sentirnos en paz.
Manejo de crisis
No es
posible concluir lo que tenemos que decir acerca del entrenamiento, sin dedicar
una sección aparte al manejo de las crisis dolorosas que se producen cuando el
monstruo se sale de todo control. Estas crisis pueden ser muy intensas,
profundas y pertinaces porque invariablemente las alimentamos con nuestra
resistencia, la cual produce más dolor y crea un círculo vicioso emocional muy
destructivo y difícil de detener, ya que la resistencia al dolor es un instinto
natural de supervivencia.
Lo único
que podemos hacer en estos casos es llenarnos de paciencia y compasión,
respirar profundamente y disponernos a observar conscientemente lo que está
pasando. Las crisis emocionales son como un tornado. Surgen de repente, arrasan
con todo y tienden a irse después. Sin embargo, como al resistirlas las
alimentamos e impedimos que se vayan, las transformamos en huracanes poderosos
que se quedan con nosotros mucho tiempo con todo su dolor.
Repito, lo
único que podemos hacer cuando nos encontramos en medio de un huracán de estos
es utilizar nuestra atención para observarlo. Hay una parte enorme de nosotros
que duele muchísimo y otra parte bastante grande que se resiste a ese dolor con
todas sus fuerzas... Sin embargo, eso no es todo lo que somos, también hay una
parte capaz de observar ambas cosas.
Esta “parte
capaz de observar” suele estar muy confundida con las otras dos y contribuir a
la resistencia, sobre todo cuando nos hallamos en medio de una crisis. De
manera que lo primero que es necesario hacer es comprender que existe y es
capaz de observar lo que ocurre sin resistirlo, con curiosidad, compasión,
paciencia y amor.
La
observación debe dirigirse a las sensaciones físicas que nos produce el dolor,
alternando con la observación de la respiración y otras sensaciones corporales.
Al hacer esto, la parte capaz de observar se apodera de la atención y comienza
a ejercerla consciente y voluntariamente, dejando al monstruo huracanado sin su
fuente principal de alimentación. Recordemos que sus cabezas se alimentan de
imágenes, pero ya no podrán hacerlo si tomamos nosotros el control de la
atención, con lo que también le cortamos el suministro de energía de la resistencia. Sin estas fuentes de energía, el monstruo huracanado va a tranquilizarse y hasta
puede llegar a desaparecer.
Neutralización
Ahora bien,
aunque lograr dormir el monstruo a voluntad es una victoria muy importante, su domesticación no estará terminada hasta
tanto seamos también capaces de despertarlo a voluntad.
Lograr
despertar al monstruo a voluntad tiene el objetivo de volver conscientes, tanto
los estímulos como los mecanismos que entran en función cada vez que esto
sucede, despojándolos así de la extraordinaria fuerza que les suministra su
carácter de “mecanismos de defensa subconscientes”. Al cesar de ser un proceso
inconsciente e involuntario, y convertirse en algo que podemos hacer
conscientemente y a voluntad, lo neutralizamos y tomamos en nuestras manos,
literalmente, las riendas de nuestro animalito.
Sin
embargo, no debemos intentar la neutralización hasta que tengamos
suficiente práctica con las estrategias y los recursos para tranquilizar y
dormir al monstruo. Despertarlo siempre va a causar dolor, por más que lo
hagamos consciente y voluntariamente, y ese dolor puede poner en función otras
cabezas todavía sumergidas en la inconciencia, de manera que el animalito puede
salirse de nuestro control fácilmente.
Cuando esto sucede, es necesario detener
el proceso de inmediato y volver a las tácticas efectivas para tranquilizarlo.
Algo que debemos
tener en cuenta es comenzar por despertar a voluntad alguna de las cabezas más
pequeñas y débiles. Como estamos tan frustrados con nuestro malestar, siempre
sentimos el impulso de trabajar con las cabezas mayores, que son las que más
dolor nos causan, pero precisamente por eso es necesario comenzar por las
pequeñas, a fin de adquirir la experiencia necesaria para lidiar con las más
fuertes. Además, como todas las cabezas se comunican y refuerzan entre sí, las
más pequeñas son tan importantes como las mayores a los efectos de reducir y
domesticar a nuestro monstruo.
La magia del dolor consciente y voluntario
Como hemos
visto, el malestar esencial que sentimos se origina en las imágenes dolorosas
que tenemos almacenadas en el inconsciente. Se trata de sucesos dolorosos
importantes en nuestras vidas y la preocupación por la posibilidad de que esos
sucesos se repitan en el futuro. También hay imágenes de sucesos dolorosos que
no hemos vivido personalmente, pero creemos que son posibles. Estas imágenes
además son convocadas inconscientemente por cualquier estímulo que esté
asociado aunque sea mínimamente con ellas, es decir, prácticamente cualquier estímulo.
El proceso
de neutralización imaginal consiste
en evocar de manera consciente y
voluntaria las imágenes que tememos y rechazamos inconscientemente,
sabiendo que son solo imágenes y observando con curiosidad nuestra reacción
emocional. Al hacerlo,
-- la
conciencia se dilata
-- la
resistencia inconsciente cesa
-- el
temor y el dolor pierden la energía extraordinaria que les proporcionan los
mecanismos de defensa inconscientes y tienden a disminuir e incluso disolverse.
La magia de la incomodidad y la insatisfacción conscientes y voluntarias
Si bien
cualquier detalle puede evocar las imágenes dolorosas, nada lo hace de forma
más efectiva y constante que la incomodidad y la insatisfacción. Debido a que
estamos condicionados para buscar las sensaciones de comodidad y satisfacción constantemente
y a cualquier precio, cuando no lo logramos, nuestro subconsciente reacciona
con resistencia, frustración e impotencia y estas emociones atraen y alimentan a
las cabezas de nuestro monstruo adolorido. Así, algo tan simple como tener que
esperar en un semáforo, puede hacernos sentir realmente mal emocionalmente, al
conectarse inconscientemente con las imágenes dolorosas de impotencia que
tenemos almacenadas.
La vida
cotidiana se encuentra llena de detalles como este. A cada paso hallamos
pequeñas incomodidades, contrariedades e insatisfacciones que despiertan y
alimentan a nuestro monstruo, haciéndonos sentir ansiosos y angustiados
constantemente.
El único
remedio consiste en neutralizar las incomodidades e insatisfacciones,
despojándolas de la energía que les otorga nuestra resistencia inconsciente. A
estos efectos, podemos practicar el colocarnos voluntaria y conscientemente en
las situaciones de incomodidad e insatisfacción que más suelen afectarnos.
Por
ejemplo, desde que tengo uso de razón recuerdo haber rechazado muchísimo el
calor excesivo. Esta es una de las incomodidades que más puede afectarme
emocionalmente, al punto de hacerme perder toda objetividad. ¿Cómo puedo
neutralizarla? Simplemente buscando el calor de manera consciente y voluntaria
y observando con curiosidad cómo mi reacción emocional disminuye hasta
desaparecer. Basta hacer esto varias
veces, para que el calor cese de afectarme emocionalmente. Todavía voy a sudar
y a estar incómoda físicamente, pero ya no voy a sentir que se acaba el mundo
cada vez que no tengo aire acondicionado.
Otro
ejemplo, muy común por cierto, es el rechazo a la sensación de tener hambre.
Este rechazo, como casi todos, tiene un origen fisiológico. La sensación de
hambre es un aviso de peligro y la mente reacciona estresándose con el fin de
disponerse a encontrar alimento. Sin embargo, para mí en estos momentos, la
sensación de hambre no tiene por qué permanecer vinculada al peligro de
extinción y alimentando todas las cabezas de mi monstruo relacionadas con el
miedo y el dolor. ¿Qué puedo hacer al respecto? Simplemente, sentir el hambre a
voluntad, conscientemente, observando mis reacciones físicas y emocionales con
compasión y curiosidad. Si hago esto, no sólo descubro en la práctica que no
voy a morirme si no como, sino también voy a lograr sentir hambre menos veces,
ya que se trata de una de las sensaciones derivadas de mi malestar emocional.
Las cabezas del placer
Hasta aquí
nos hemos limitado a descubrir y analizar las cabezas del monstruo que se
vinculan directamente con el dolor, es decir, las imágenes mentales que tenemos
de sucesos y situaciones dolorosos, tanto en el pasado como en el futuro. Sin
embargo, si observamos nuestro comportamiento emocional, podemos descubrir que
cada una de las cabezas del monstruo es doble, es decir, que cada imagen de
dolor emocional va a estar estrechamente vinculada a una imagen de placer que
la complementa y refuerza.
Este
descubrimiento tiene profundas implicaciones que niegan todas las creencias
socialmente condicionadas en relación con el placer y el dolor. Según estas
creencias, el placer y el dolor son sentimientos opuestos, de manera que, si
eliminamos el dolor obtendremos placer y viceversa. Por ejemplo, en el caso de
la imagen/sensación del hambre, creemos que si comemos el dolor va a
desaparecer. Esto hace que tengamos una cabeza adjunta a la del hambre que está
integrada por las imágenes de las veces que hemos obtenido placer con la
comida. Estas cabezas están tan vinculadas entre sí, que no es posible despertar
una sin despertar la otra, y ambas, en última instancia, van a alimentar el
cuerpo del monstruo adolorido.
Las cabezas
del placer están formadas por todo lo que nos gusta. Así nos pasamos la vida persiguiendo
lo que nos gusta a fin de alimentarlas, sin saber que, con ello, estamos
alimentando por igual lo que no nos gusta. Para colmo, lo hacemos de manera
constante y compulsiva, ya que, en lo más profundo de nuestra mente, los gustos
y disgustos están directamente vinculados con situaciones de vida o muerte.
¿Qué
podemos hacer ante esto? Como se trata de comportamientos inconscientes, la
única solución es observarlos y hacerlos conscientes, deteniendo nuestras
reacciones automáticas y sustituyéndolas por comportamientos voluntarios y
conscientes cada vez que sea posible.
El
resultado es muy rápido, si tenemos en cuenta los años que hemos pasado
alimentando y agigantando a nuestro monstruo.
Necesitamos, eso sí, crear el
hábito de la conciencia, practicando el mantener la mente en el presente,
observando con curiosidad, compasión y persistencia tanto nuestras sensaciones
físicas como nuestras reacciones emocionales y decidiendo conscientemente,
siempre que sea posible, que nuestras conductas respondan a nuestra voluntad y
no a nuestros gustos y disgustos.
No es
cómodo hacerlo, no nos ocasiona un placer inmediato, pero cada vez que logremos
volver al presente, observar conscientemente nuestras acciones y ejercer
nuestra voluntad consciente por encima de los condicionamientos inconscientes,
estaremos debilitando y disminuyendo ese malestar esencial que tanto nos
esclaviza y destruye.
-----
Este texto no está escrito con fines de lucro, de manera que puede ser
reproducido por cualquier medio, en todo o en parte, siempre que se haga
referencia al texto de origen.
Este texto no pretende sustituir la ayuda profesional necesaria para las
personas con problemas psiquiátricos serios.